Mandan cadenas, firman un papel y lo pasan, piden insistentemente que le hagas un RT en Twitter, te amenazan con que pongas algo en tu muro si tienes corazón y creen que un trending topic va a sacar a alguien de la cárcel. Pero si hay un acto público no llegan. Es el fulano activismo desde el sofá, el comodín de los flojos, la fiereza combativa que no cederá un centímetro… detrás del blackberry. Es una oda al desgaste de la calle como espacio para la exigencia de derechos.
Son tiempos digitales en los que migran las cosas a plataformas móviles. Es más fácil atender la realidad en una pestaña del teléfono, pero se cree que es posible transformarla a control remoto. Sin embargo los inicios del “slacktivism”, o el activismo vago, denotaban más bien las acciones de pequeña escala que satisfacían al individuo pero en realidad no cambiaban gran cosa, como plantar un árbol o recoger la basura de una calle. Eran movilizaciones pequeñas que también tenían el cariz positivo del que prefiere actuar así antes de estar en un enfrentamiento directo contra las autoridades.
Actualmente se reniega de las audiencias digitales que pueden sumarse a cuanta causa surge en Internet sin moverse del sillón. La crítica parece concentrarse en una cosa: no es suficiente sentirse satisfecho con hacer ruido en la red y mandarle mensaje a los contactos. Así como hoy día deben pensarse hasta las campañas electorales para Internet, las causas sociales consiguen apoyos, tejen solidaridad y potencian su voz en espacios donde las audiencias son activas y multiplican el mensaje.
Sin embargo, siempre estará incompleto hasta que la maquinaria no funcione en pleno y entonces genere donaciones efectivas, suma de voluntariado, votos y más participación. Es la trampa de la red, puede facilitar la vida hasta el punto de la anestesia.
En Venezuela hemos visto casos de todo orden, desde un Franklin Brito que llegó a tener centimetraje en medios por el ruido que generó su causa en redes sociales, hasta un día de apoyo #porGlobovisión por la multa impuesta por Conatel y que no se transformó en efectivo en caja.
Es difícil saber si una persona se compromete más allá de un clic, y es el reto que los críticos del “slacktivism” pregonan: el que se duerme, pierde. En ocasiones se confunden los medios de la protesta con los fines. Se entiende como suficiente el hecho de ponerse la cinta de un color en el avatar, y no entender el problema ni buscar sus soluciones.
El caso de Henry Vivas fue así de difícil. Algunas personas que parecieran quedarse roncas de los gritos de desesperación que lanza desde su cuenta en Twitter, en realidad estaban viendo un partido de béisbol mientras se tomaban unas cervezas. Creyeron que un tweet empujaría la decisión de los tribunales sin profundizar en las causas.
Muy distinto a la causa de Maickel Melamed, que hace meses cautivó a media nación porque acompañó su propio reto físico de un buen despliegue de apoyos, medios y una audiencia digital que se iba sumando conforme pasaban las 15 horas y 22 minutos de maratón. Fue la victoria del video streaming por encima de cualquier televisora venezolana. Creó un sentimiento colectivo de ser testigos y acompañantes de un hecho digno, de la gesta de un nuevo icono civil, aunque uno no se moviera de su casa.
Soft Power
Pero tampoco se puede despreciar el activismo netamente digital. No se puede deslegitimar toda una expresión ciudadana por el simple hecho de que no tenga correlato en la calle. Los ciudadanos en la actualidad están conectados y saben más a la hora de consumir, exigir derechos u organizarse, sin embargo eso sólo potencia dos poderes: la opinión pública y la movilización. Es una especie de poder suave, una herramienta que puede ser precaria o poderosa dependiendo de los efectos que pueda tener en un sistema donde el Estado, el sistema de justicia, la represión policial y militar, el presupuesto público y los espacios donde se podrían dirimir naturalmente los conflictos están cooptados por la ideología del partido de Gobierno, su ineficiencia y su complicidad.
Es por eso que los ciudadanos se mueven y ocupan los espacios que quedan libres, como las redes sociales, y si allí también hay amenazas, organizan algunas acciones a través de flujos de comunicación privados como los correos electrónicos, mensajería punto a punto y páginas encriptadas.
Es ahí donde el activismo de sofá quizás juegue un papel importante, porque pocos analistas lo han visto así, pero un individuo que apenas se está formando en herramientas digitales se preocupa más por adquirir práctica en el uso de plataformas que en los contenidos de su mensaje en sí mismos. Por eso es que automáticamente después de dar una clase de alfabetización digital, en el que los cursantes aprenden a usar un correo electrónico o su teléfono inteligente, lo siguiente que hacen es enviarse cadenas. Puede ser un horror, efectivamente son una molestia crónica, pero también son la muestra de que poco a poco empezarán a colorear sin salirse de los bordes y comerán con cubiertos propios. Como niños.
Ese activismo de reenvío, de ponerse cintas, de cambiar el avatar y pegar en el muro, puede ser inútil para la acción inmediata, pero es el lubricante que servirá para que la próxima campaña fluya de forma más certera. El microactivismo de clics, de apoyos tímidos, de poca concreción en la calle, para gente que antes no se vinculaba con nada, puede parecer una desgracia en tiempos que exigen urgencias, pero a larga es una insurgencia.
Activismo para flojos, sí, pero hasta que descubran las metas más allá.
Vía: Periodismo de Paz (Por: Luis Carlos Díaz)
Vía: Periodismo de Paz (Por: Luis Carlos Díaz)
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